jueves, 1 de diciembre de 2011

El sepulturero

El cementerio estaba repleto. Hombres, mujeres, ancianos y niños   se hacían presentes para despedir para siempre  al mejor alcalde que tuvo la cuidad. Aquel hombre, el difunto, había destacado por su honradez, responsabilidad, humanismo y su igualdad en el trato al campesino, al médico, al ingeniero y al mercader.

El puente de cincuenta metros que permitía asistir a la escuela a los niños del otro lado del río jamás se habría construido si no hubiera sido por él, ni los habitantes de las lomas habrían gozado de la luz eléctrica, ni las ganancias del café fueran tan elevadas como lo eran  ahora, ni en los hospitales hubieran medicinas, ni las calles ni los parques estuvieran tan limpios. De modo que lo menos que podía hacer el pueblo era acompañar en el último momento a don Jorge Gómez, el hombre que había sacado a flote a la cuidad.

La semana siguiente el cementerio volvió a atiborrarse. Esta vez la localidad había perdido al médico más perseverante e innovador en las cuestiones de cirugías. Se había graduado de las más prestigiosas  universidades y obtenido importantes reconocimientos por sus investigaciones en el área de la cirugía facial.

Tres días después el difunto era un maestro, el cementerio no se llenó como los otros días, pero los comentarios de las personas que asistieron al entierro firmaban que don Jorge había sido, además de un excelente  docente,  un padre admirable, que se había sacrificado por completo al cuidado de sus hijos luego de que su esposa falleciera veinte años atrás.

 Jorge, el sepulturero, ya estaba extrañando los entierros comunes, de esos en los que no asisten más que los parientes del difunto y dos o tres amigos; de esos en que de verdad son el último adiós porque ya nadie vuelve a acercarse al pedazo de tierra en que descansa el…

—El dichoso de hoy ¿quién será?—preguntó un viejo enjuto y andrajoso sacando a Jorge de sus pensamientos  — ¿Que quién será ?—volvió a preguntar señalando el hoyo que Jorge empezaba a cavar.

— Lo único que sé es que no soy yo  —contestó el sepulturero  empuñando más la pala sin ánimos de continuar  conversación alguna con su compañero.

Iba a llover. Un remolino de mil demonios volvió a regar el montón  de hojas secas que el viejo había juntado bajo un árbol.

— ¡Carajo! — refunfuñó, tomando  el rastrillo para limpiar de nuevo.

Jorge siguió cavando, no  le importaba aquel viejo que se perdía entre las ceibas con su rastrillo  y mucho menos, averiguar de quién era el cuerpo que ocuparía el pedazo de tierra que él profundizaba cada vez más. La verdad,  él era una de esas personas de las que no se ocupan de nada más de aquello que tenía que ver consigo mismo. Pocas veces, como ese día, se había detenido a ocupar sus pensamientos con lo que sucedía a su alrededor y hasta él mismo se había sorprendido al notarlo.

Cualquiera que se hubiera  tomado la molestia de observar detenidamente a  Jorge habría pensado que aquel hombre solamente vivía para cavar, como si esperara encontrar un tesoro  bajo la tierra, como si esperara encontrar la verdad que todos esperan encontrar. No la verdad de la muerte, sino la verdad de la vida. Aunque muchos digan que es lo mismo.

Pero no. Jorge no sabía ni siquiera qué hacía allí, aunque le agradaba el ambiente, el silencio interrumpido sólo por el crujido de las hojas o el canto vago de uno que otro pájaro.

Por fin terminó. Dejó sus herramientas a un lado de un árbol y fue  a lavarse  las manos. En ese momento escuchó la marcha, una majestuosa carrosa seguida por una vasta procesión de militares y civiles con flores y coronas  entraba en el camposanto.

—Un militar—indagó  el viejo cerrando el grifo que Jorge había dejado abierto.

—Eso parece—contestó Jorge con su frialdad característica.

El ataúd, engalanado con banderas y medallas,  fue colocado a un lado del lugar donde iba a ser sepultado. Pronto empezaría a llover, aunque la gente no había terminado de llegar al lugar donde se depositaría el cuerpo, el sacerdote recomendó a la familia apresurar la ceremonia.

—Hermanos—comenzó—esta tarde nos hemos reunido para despedirnos de uno de los más  sobresalientes servidores de nuestra patria  y para acompañar a su familia en este difícil momento.  El general Linares o simplemente Jorge, como su familia y amigos lo conocimos, ha sido para nosotros un ejemplo de honor, valentía  y sacrificio, no sólo en su labor en la milicia, sino es su esfuerzo como ciudadano, esposo, padre y amigo. Todos lo recordaremos por su humildad y perseverancia,  y le estaremos eternamente agradecidos por ofrecer su vida en la defensa de nuestro país seguros de que Nuestro Señor lo recompensará en los cielos.

“El Señor es mi pastor: nada me falta;
En verdes campos Él me hace reposar…

El cielo se llenó de nubes negras como si ellas también acompañaran el funeral,  y el viento levantaba remolinos de hojarascas y  polvo.

Dos hombres de saco negro empezaron a bajar el cadáver  al sepulcro, mientras el sacerdote le daba la bendición final. Un grupo de cadetes formados en fila disparaban sus armas en honor al  difunto; y la viuda y sus hijos, tres jóvenes enérgicos y bien parecidos, se despedían entre lágrimas del amante,  del héroe y del amigo.

Jorge y el viejo empezaron a echar la tierra sobre el féretro, los disparos y cohetes no cesaron hasta que estuvo enterrado por completo.

Un terrible relámpago desató la lluvia, la primera y la más grande de la temporada; las personas comenzaron a abandonar el camposanto y en cuestión de minutos el lugar quedó vacío.

Jorge y el viejo lograron encontrar refugio en una  cripta cercana.

—Esto es lo que nos espera, no lo podemos evitar—dijo el viejo empapado, sacando de su bolsa una botella de aguardiente que se empinó con ganas—uno puede hacer de todo en la vida,  ser un héroe o un ladrón, un hombre exitoso o un holgazán fracasado, pero al final mi querido amigo…—inclinándose para ofrecer un trago al sepulturero—Al final, volvemos a ser la nada que éramos al principio…

Jorge tomó entre sus manos la botella sin decidirse a beber. — Pero, ¿por qué no?—pensó, y con igual o más ganas que el viejo bebió hasta el final.

—Sin embargo—intervino Jorge al fin—se debe sentir bien… digo, ser importante, aunque sea para una sola persona…

El viejo, que tendría unos sesenta y ocho años, empezó a reír mostrando sus únicos cinco dientes.

—Sí, verdad—y se levantó a sacar de tras de un florero otra botella de aguardiente; al parecer esa era la habitación de aquel anciano desde hacía algún tiempo—importantes… sí: hoy somos importantes…

La lluvia  arreciaba cada vez más y Jorge y el viejo no tardaron en emborracharse.

—Creo que este es un día especial para que los muertos reciban una visita…—balbuceó el viejo—una visita de personas importantes.

—Alfredo, estás loco.

— ¿Alfredo?, ¡vaya nombre!

— ¿No dijiste que te llamabas Alfredo?

—Yo no te he dicho nada; soy Mercedes.

— ¿Mercedes? —Se carcajeó Jorge— ¿tu mamá te puso el nombre de la abuela?

— ¿Vienes o te quedas con los Castillo?—preguntó indignado el viejo tomando su botella y señalando la placa que estaba sobre el vitral.

—Yo soy Jorge—dijo el sepulturero abrazando al viejo.

Jorge y Mercedes salieron de la cripta, habían estado durante mucho tiempo allí dentro pues ya  debían ser las nueve o las diez de la noche; la lluvia no había cesado, al contrario, se hacía más fuerte. Muchas tumbas  estaban  inundadas y algunos árboles habían sido derribados por los rayos.

—Deben estarlo extrañando por allá—gritó Mercedes vaciando su botellas sobre  una tumba.

Jorge removió las hojas que cubrían el epitafio y leyó en voz alta:

—“Jorge Rosales, hijo y hermano ejemplar… treinta de enero de mil novecientos…
— ¡Salud por el tocayo!
— ¡Salud por mi tocayo! Vamos a allá.

Los borrachos corrieron tomados de la mano hacia las tumbas más recientes.

— ¿A quién tenemos aquí?
— A Jorge Rodríguez, pianista famoso.
— ¿Y allá?

Mercedes siguió correteando  de una tumba a otra preguntando al sepulturero el nombre de los difuntos que estaban enterrados allí, mientras aquél leía eufórico los epitafios.

—Jorge Quinteros, admirable esposo.
—Jorge Rosas, pastor generoso y de poderosa fe.
—Jorge Gómez, alcalde.
—Jorge Durán, cirujano.
—Jorge Jiménez, maestro.

Al fin terminaron en la sepultura que ellos mismos habían cerrado hacía unas horas, la del militar.

— ¡Otro Jorge! —Gritó el viejo carcajeándose — ¿Tú cavaste todas estas tumbas? ¡Parece que has sepultado a todos los Jorges de la ciudad y que hoy sólo has quedado tú!

El sepulturero dejó de sonreír y enseguida empezó a sentir que su corazón crecía más y más con cada  palpitación. El cielo descargó un rayo espeluznante que fue a caer en la cara del viejo haciéndole rodar al suelo los únicos dos dientes que le quedaban.

No, no eran dos dientes; eran cinco, eran cinco…
Los sueños son así de confusos, aunque otras veces terminan por revelarnos cosas que jamás habíamos comprendido. Jorge despertó empapado en sudor y sintiendo que su corazón crecía y palpitaba más y más. Tragó saliva y no sin esfuerzo tomó asiento. Allí estaban sus compañeros de celda: Ronald el calvo demente acusado de incendiar un restaurante con  su esposa y su suegra dentro; Roberto, el inútil que se negaba a hablar de su delito y Federico, el dueño de una fábrica de cereales que había intentado escapar con los millones pertenecientes a los seguros que por casi una década dejó de  pagar a sus empleados.

Jorge volvió a acostarse, debía dormir, era su última noche: iba a ser ejecutado el día siguiente. Por casi dos años había sido el dolor de cabeza para la policía, se había convertido en uno de los delincuentes más buscados. Era Jorge Flores: el secuestrador de menores y asesino de cuatro mujeres.
***
Eran  las cuatro de la tarde, la hora fijada para llevar a cabo la ejecución. Un policía leía a los presentes los delitos por los que se le había acusado y declarado culpable:

—“Jorge Flores…acusado por el  secuestro de diez menores: Laura María Ventura de siete años, José Daniel Zepeda Martínez de seis, Luis Alberto…”

¿Para qué detenerse a escuchar las cosas que ya se sabía de memoria? Jorge pensaba en sus alucinaciones  de la noche anterior: — ¿Un sepulturero?, ¿yo?—Recordó la parte final del sueño, en el momento que leía el nombre del cirujano—Yo quería ser cirujano…. — En ese instante todo  estuvo totalmente claro.

 El policía anunciaba la sentencia:

—“…  ha sido declarado culpable de todos los delitos antes mencionados y condenado a pagar dichos crímenes con la muerte.”

Jorge empezó a reír como la había hecho borracho en su sueño junto al viejo, pero luego se puso a llorar como jamás pensó que podía llegar a hacerlo.

—Ellos no saben nada—pensó—ni de los que asesiné,  ni de los que sepulté sin misericordia todos los días con mi odio y mi ambición ¡A todos los buenos  hombres que pude haber sido!

Enero, 2009.
               

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