Antes de los dieciséis Albert era
mi mejor amigo. Ahora no recuerdo exactamente el día en que nos conocimos, pero
sí las tardes de verano en que nos escapábamos al río junto a los demás chicos
del colegio. Nos gustaba jugar a las apuestas tirando piedrecitas en el agua:
el que no alcanzaba a disparar su proyectil lo suficientemente lejos que los
demás, debía cumplir toda clase de penitencias que al resto se le ocurrieran.
Una vez hicimos que Carlos, el
hijo de la maestra de Lengua, comiera hormigas para vengarnos de su madre por
hacernos ir a la escuela en vacaciones. Yo jamás había sido un buen estudiante,
pero el último año del colegio había sido el peor, y cuando William lo supo
dejó de hablarme por un buen tiempo.
Albert era muy fuerte, tenía
además una excelente puntería. Desde que inventamos nuestro juego, jamás había tenido que cumplir nuestros retos:
sus proyectiles eran los que llegaban más lejos. Pero un día, un chico mayor se
acercó mientras jugábamos con lo de las piedras y retó a Albert:
-¡Ey, tú! Me han dicho que te
vieron molestando a mi hermana: aléjate de ella.
A mi amigo le gustaba
una chica del colegio y desde que la conoció no había dejado de buscarla
al finalizar los ensayos de ballet. Estaba tan enamorado que no le importó
gritarle a su desafiante:
-No me das miedo.
El chico grade tomó a Albert
del cuello:
-¿Acaso estás retándome, pedazo
de renacuajo?
-Te lo he dicho: no me das miedo.
De no haber abierto mi bocota las
cosas habrían terminado de otra manera, pero al ver a Albert en peligro, se me
ocurrió sugerir:
-¡Vamos! ¿Acaso se van a liar a
golpes? Actuemos como hombres civilizados y arreglemos este asunto por las
buenas: les daré una pequeña piedra a cada uno y la lanzarán lo más lejos que puedan. Si tú ganas, Albert
dejará de molestar a tu hermana y será tu esclavo por dos semanas; pero si
pierdes, dejarás que Albert salga con tu hermana y tendrás que pedirle perdón
por molestarlo frente a todos los asistentes del ballet- confiaba en mi amigo,
nadie le había ganado nunca.
Para sorpresa de todos, el chico
aceptó:
-Está bien, pero vas a perder:
renacuajo.
El primero en lanzar fue Albert.
Su tiro fue fantástico, su proyectil llegó hasta más de la mitad del río. Ya
todo estaba decidido.
-Supéralo, tonto, si puedes-gritó
Albert.
El otro chico no dijo nada. Tiró
con todas sus fuerza el proyectil y, ante nuestro asombro, sin más ni más la
piedra llegó mucho más lejos que la de Albert, hasta el otro lado.
-¿Lo ven? Soy el mejor. Ahora tú,
galán, levántate que eres mi esclavo y quiero que cumplas mi primer deseo: ve a
traer mi piedra a la otra orilla.
Albert me lanzó una mirada, furioso. Se
levantó y empezó a caminar.
-¡Hey, tú! ¿Adónde vas? No te
dije que fueras caminando, ¡nada!-le gritó exigente el otro chico.
Albert jamás se metía al río y
todos lo sabíamos. Siempre prefería quedarse en la orilla mirando al cielo o
gastando algunas bromas, mientras nosotros jugábamos en el agua.
Mi amigo estaba contrariado,
tenía miedo. No sabía si salir corriendo a casa
o tirarse al agua para darnos a todos una muestra de su valentía. Y,
para sorpresa del retador, eligió lo segundo.
-Te dije que no te tengo miedo.
Albert empezó a desnudarse y en
pocos segundos estuvo en calzoncillos. Albert y yo éramos muy parecidos, pero
había algo que él tenía que yo no: valentía. Así que dio un respiro hondo y se
tiró al río.
Hay secretos que uno no se atreve
a contar, incluso a los mejores amigos. Albert también tenía uno de esos, ese
día lo supimos, el río también. Jamás aprendió a nadar.
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